UN SIMPLE DESTINO
A Lina Carrero y Matín Trujillo como residuo de mi vieja vida de ingeniero.
“La diversidad es la vida. La uniformidad es la muerte.”
Benjamín Constante.
Que desgraciada historia la de Joaquín Rodrigo Arnulfo Ortiz de Santamaría que dos meses antes de nacer ya se encontraba muerto.
La vieja Rufina ya estaba cercana a los diez lustros de vida cuando por fin quedó preñada. Su rostro diáfano ahora resplandecía y revoloteaba regodeándose con su nueva luminiscencia sin importarle el no saber quién era el dueño de la semilla depositada en su vientre y mucho menos la maraña de historias y comentarios que se tejían en derredor de su nueva condición.
Los hombres del pueblo huyeron de las cantinas y los billares el día que se supo la noticia de que la vieja Rufina estaba encinta; todos corrieron a sus casas y guaridas para ocultarse de la posible culpabilidad de sus actos. Así que el día de Rufina estrenaba felicidad, el pueblo estaba casi desierto y por la plaza sólo danzaba el murmullo de las muchas matronas que comentaban su infamia mientras la miraban de soslayo por entre los enrejados coloridos de los ventanales distribuidos caprichosamente alrededor de la plaza central. Se sabía, por descontado, que el nacimiento de esa criatura iba a ser repudiado y rechazado por todas las esferas y jerarquías del caserío, sin importar que ese varoncito, pues su naciente vientre redondo lo presagia así, podría ser hijo de algún hombre prestante o el nieto del mismísimo Dios.
Sin importarle nada, Rufina siguió su camino hacia el templo, pues tenía que dar gracias a Dios por la oportunidad que le brindaba para expiar sus pecados trayendo esa criatura al mundo, pero cuando estuvo frente al pórtico se encontró que ésta estaba cerrada. De tal forma que se desparramó en una de las bancas contiguas a esperar que el sacerdote abriera la iglesia, sin importarle tener que esperar las tres horas que la distanciaban de la misa de las seis.
Pero ese día no hubo ceremonia, ni siquiera doña Rita, la beata del pueblo, se acercó al santuario. Aún así, Rufina descansaba de millares de formas situada en el banquillo en tanto esperaba la oportunidad de agradecer al Creador por su creciente vientre. Mientras Rufina aguardaba afuera asediada por los mosquitos, en el interior del claustro se encontraba el padre Joaquín arrodillado en el ala izquierda de la parroquia, frente al patrono de la región, tratando de convencer al cielo de que estaba arrepentido por haber cometido pecado carnal y rogando para que ese nuevo habitante de la tierra no trajera su sangre.
Los pies serenamente descalzos de la vieja Rufina caminaban de vuelta a casa por el empinado enrocado, mientras que su testaruda cabeza cavilaba tratando de descubrir cual era el más probable padre de su futuro hijo, para de tal manera saber como lo nombraría frente a la fría pila bautismal. En la mitad de aquel largo camino por fin decidió que el heredero de su poco anhelada pobreza se llamaría Joaquín, gracias al taciturno párroco; Rodrigo, por el arrogante alcalde; y Arnulfo, para no olvidar al injusto juez: sus tres más asiduos y respetados clientes.
Tanta era la alegría de la vieja Rufina que se había olvidado por completo de la antiquísima maldición que se levantaba sobre la poco respetada familia Ortiz de Santamaría. La cual rezaba amargamente que todo hijo varón moriría sin nacer el día que su padre también pereciera. Eran ya cuatro generaciones de mujeres Ortiz de Santamaría: todas simples prostitutas. La familia de la Santa Lucrecia, quien fue la que lanzó el terrible sino a la pigmea tatarabuela de Rufina al descubrir que con esa despreciable mujer le era infiel su esposo, el otrora héroe de mil combates; ya no existía: su última quejumbrosa integrante había muerto solterona un par de gélidos meses antes.
Así que cuando Rufina supo que el encopetado alcalde había muerto abaleado en las frondosas afueras del pueblo, llevó amargamente sus dos arrugadas manos a la panza para descubrir alborozadamente que su hijo daba la suave primera y la amada segunda y la esperada tercera, patadas; de las muchas que daría arropado por sus cálidos líquidos vitales en el bienandante vientre. Así Rufina llegó a inquirir que con la solterona Hortensia había muerto el protervo hechizo y que ahora toda esa estirpe de cucarachas se estaría pudriendo agriamente en el infierno.
Pero no pudo evitar estremecerse el día de la feroz tormenta cuando justo enfrente de ella cayó cruelmente abatido el juez Arnulfo, gracias a la robusta rama de un enorme árbol, la cual no pudo evitar desprenderse de su añoso tronco luego del impacto de la estruendosa centella; aplastando por ende al malformado y despreciado ente. Pero Joaquín Rodrigo Arnulfo seguía en su corta y simple profesión de patear; cuestión que tranquilizó a la huraña Rufina y alejó por un par de tediosos meses más la loca idea de que su retoño nacería muerto.
Solamente dos meses separaban a Rufina del esperado alumbramiento el día en que el padre Joaquín fue encontrado en el gigantesco campanario suspendido por su lánguido cuello, estrangulado implacablemente por la colgante soga del badajo que seguía en su armonioso oscilar para, con su retumbar mortuorio, invitar a la última eucaristía la cual el padre Joaquín ya no ofrecería.
Sobre el puente, doce largos metros arriba del incansable agua del río, estaba la desdichada Rufina con sus rollizas manos sobre su vientre donde también había finalizado ese suave hálito de soñada vida.
Segundos después la desairada Rufina era arrastrada por el impetuoso agua del torrente; terminando así con la última integrante de dos familias que se odiaron y por ende con la postrera maldición que se escuchó en esa región donde la campana de la iglesia nunca volvió a convocar el oficio divino.