EL OBJETO ABRAZO
A Bíbata, como parte de una promesa nunca rota.
“El amor es el principio de todo, la razón de todo, el fin de todo.”
Lacordaire.
“El amor es arma que desarma.”
Gonzalo Arango.
“La mujer es para el hombre un horizonte donde se unen el cielo y la tierra.”
L. Borne.
No creo que pueda contar las veces que he abrazado a alguien, ni saber las diferentes formas en que he rodeado a persona alguna. Si me pusiera a hacer un recuento, tal vez, terminaría haciendo un manuscrito sobre la teoría del abrazo, adentrándome en una parafernalia sin sentido. El significado de este escrito es, más bien, hablar de una forma de abrazo en particular y, obviamente, más que del abrazo, de la persona objeto de dicho sentimiento.
Esa persona, mujer para ser más preciso, comenzó a circular por mi vida un día de aquellos que parece común a la perspectiva del ojo humano, pero que al hacerle un análisis concreto de las situaciones y de la atmósfera, descubrimos que en éste existe algo particularmente especial. Aún estoy tratando de descubrir en cada acontecimiento las claves que hicieron ese día antagónico a los demás.
Según recuerdo el sol estaba humeante e hizo que el cerro comenzara a arder; los fuertes vientos, como si nos encontráramos en agosto, también jugaron un gran papel en el cataclismo de los más de cien mil pinos; por el cielo surcaba constantemente el metálico helicóptero tratando de menguar el fuego en la montaña y con el presagio de tratar de apagar mi corazón; más de tres mil personas se dirigían a un mismo punto de encuentro, entre esas yo; la única nube se estiraba en los cuatro sentidos y tendía a desaparecer, así que el cielo quedaría, a mitad de la mañana, para el sol y un pequeño fragmento de la menguante. Si miramos las cosas con objetividad la ciudad estaba agitada desde el amanecer y con una nueva conciencia, así que podemos concluir que las cosas estaban dadas para que fuese un día distinto; aunque yo- y creo que nadie- tenía conciencia de dichos sucesos.
Mi día comenzó normal, aunque me corté mientras me afeitaba, cuestión que nunca había ocurrido, pero muy seguramente lo asocié a la temprana hora, en la que todavía reinaba la oscuridad, en la que me encontraba alejado de mi lecho alistándome para iniciar una nueva etapa de mi subsistir. Eso era lo único claro ese día, iría al mismo lugar donde había asistido los últimos seis años, pero esta vez no sabía nada sobre éste. Y no era que lo hubiera olvidado todo, era que sencillamente había tenido que cambiar mi concepción del mismo. La gente de la que me iba a rodear ahora era otra, con otro modo de vivir y de ver el mundo: con una concepción mucho más social y sentimental. Para tratar de desarrollar este concepto lo mejor posible para su compresión, diré que la Academia se volvió para mí en un constante trajinar en la búsqueda del sentido del ser y dejó de ser un sinfín de números sueltos que me llevaban a una respuesta sin contradicción. O sea, que ese día me dirigía alas aulas, no para estudiar mi antigua carrera de ingeniería, sino para sumergirme en textos literarios que le dieran un real sentido a mi trasegar por las trochas de la urbe.
Entre la salida de mi casa y el momento en que vi por primera vez a la mujer que motiva este relato, ocurrieron muchas pequeñas historias, cada una con su dosis de significación para ese peculiar día, pero no creo que sea prudente dedicarme a describirlas una a una, puesto que lo realmente importante es llegar al abrazo, poco común, del que quiero hacer referencia. De tal manera que obviaré todo aquello y me sumergiré en el momento de la aparición, del milagro, en el momento en que vislumbré a la muchacha por la que aún pierdo la cabeza.
Ella estaba ahí, sentada en el suelo de cualquier parte, con un hombre que no era yo, por el cual comencé a sentir una envidia que nunca antes había develado mi corazón. El sentimiento que me embargó, gracias a ella, no es entendible; era una mezcla de estupor, rabia, perplejidad y, qué sé, cuantas cosas más. Lo cierto es que en ese momento divagué entre lo absurdo, entre teorías traídas de los cabellos y concluí pensando que la manzana de Newton había sido una mujer, pues fue mi único argumento para comprender que todo lo que está arriba baja; ella me tumbó de la nube en la que llevaba varios años viajando; así descubrí que el espacio y el tiempo tampoco existen pues el cielo al igual que el infierno convivían juntos en ese mismo espacio y en ese mismo tiempo.
Tratar de describir lo que es ella me es imposible: tendría que sentarme a añorarla, luego a soñarla y, por supuesto, después a olvidarla para poder acomodarme de nuevo acá a plasmar unas letras. Así que invito al lector a que la imagine como la persona amada: como esa persona de manos y sonrisa mágica, esa persona que cuando clava su mirada profunda en uno hace olvidar que existe algo más en el mundo aparte de ella; en fin, ese amor irracional que vuelve la vida racional.
Pero mejor volvamos donde estaba ella tirada con sus esbeltas piernas cruzadas como esperando que ocurriera en mí la conmoción de todas las sensaciones. Ahí estaba ella con ese hombre, que como ya dije no era yo; ahí, con su candorosa mirada divagando de persona en persona, sin siquiera reparar en que yo existía; ahí, con su pensamiento en cualquier parte, sin importarle que lo que decía alguien a unos tantos metros era de su completo interés; ahí, con él, pero sola; ahí, sin imaginar que estaba haciendo crecer en mí un sentimiento que no esperaba.
En algún momento, con la brevedad típica de los momentos que se desean prolongados, llegó la hora de partir. Yo pensaba que ese dulce cataclismo de mi estado de ánimo se me olvidaría cuando la dejara de ver y lo más probable era que regresara día a día, durante muchos años, mientras yo la veía recorriendo miles de pasos alrededor de mí: yo y la inutilidad de nunca poder hablarle. Pero un milagro ocurrió, cruzó cinco o seis veces al lado de mí en menos de diez minutos, yo simplemente estaba ahí, dónde y cómo, no lo sé, simplemente estaba ahí. Llegué a pensar que a ella le interesaba hablarme, pero lógicamente era la fantasía de mi pequeño mundo: ella. La quimera tomó forma cuando uno de mis acompañantes la abordó y le habló. Luego yo lo hice con sutileza hasta que descubrí en ella el mismo interés mío por las bellas letras, en ese momento entendí que hubiera hecho lo que hubiera hecho en ese pasado desaparecido, la vida comenzaba a tener una nueva forma: ahora valía la pena.
Nuestra relación comenzó como todas: con preguntas vanas, con respuestas prevenidas, con miradas fortuitas, con gestos torpes y con el sinnúmero de acciones propias del repertorio de un par de desconocidos que se gustan. Así, simple, pero con la magia escapando por cada uno de los poros e intentando no ser descubierta: huyendo de nuestras gnosis.
El juego en el que nos sumergimos desde ese momento, no necesita ser descrito, no es que carezca de valor, forma parte del diverso caos perteneciente al hechizo de la seducción, pero a mí me preocupa llegar al punto crítico, al punto donde se derrumbó todo lo que había creado y comencé a mirar con otros ojos mi manera de vivir y de sentir. A ese punto donde me di cuenta que ella comenzaba a ser parte de mí y yo también, un poco, a ser parte de ella.
Lo cierto es que comenzamos a compartir mucho tiempo juntos. Íbamos de un lado para otro, hablábamos de todo, hasta de nuestros amores antiguos y actuales, aún comprendiendo que algo comenzaba a tejerse entre los dos. No era común que fuéramos, antes, sinceros, pero esta vez nacía en los dos o por lo menos en mí esa necesidad. Lo cierto es que nuestras manos se encontraban de vez en cuando y de cuando en vez; nuestros dedos se anudaban, se unían; por las yemas de los dedos dejábamos escapar el calor que nos trasmitíamos; estábamos aprendiendo a ser, dejando irradiar lo mejor de cada uno. ¡Nos abrazábamos, claro que nos abrazábamos! Aunque esporádicamente.
El particular abrazo al que quiero hacer alusión, no fue evidente ni planeado: brotaba de nuestro ser sin que tuviéramos conciencia del mismo, algo demasiado propio de nuestra relación, sin fundamento, sin una razón específica. Cuando nos dimos cuenta que nos abrazábamos de una manera disímil estábamos en cualquier parte caminando porque sí sin un rumbo fijo, sencillamente, nos perdíamos en el complejo proceso de conocernos. Alguno de los dos, no sé cual, se dio cuenta que ella abrazaba mi maleta y yo la suya, que no había contacto entre nuestros cuerpos: surgió la pregunta del porqué, pero no pudimos dar una respuesta y creo que aún no lo logramos.
Si me fuera posible tratar de entender la acción del abrazo, tratar de describir ese gesto humano, creo que lo primero que tendría que hacer es recordar a mi padre o a mi madre, que para el caso son lo mismo, pues de ellos recibí muchas veces un abrazo donde me sentí protegido, donde olvide los temores de mi simple mundo; luego recordar a la primera mujer que abracé buscando ser un hombre, de ella emanó, al contrario que con mis padres, todo el temor guardado en mi corazón; también evocar a ese gran amigo, a ese compañero de incansables luchas, a ese amigo de abrazo fraternal; hasta tendría que recordar, para ser concreto, a ese amado enemigo que hacía pasar por mi amigo, con aquella teoría de que no se deben gastar fuerzas odiando a alguien que no se ama, un abrazo hipócrita o de la muerte; pero el abrazo de la maleta, ese abrazo no estaba en mi repertorio.
Pero como mi propósito no es hacer un tratado, como ya lo dije al principio, entonces me remitiré a caer en una maleta blanca con caricaturas negras. Los que se hayan visto ligados varios años a un morral, entienden lo que este elemento llega a ser parte de uno; sentirse sin algo cuando no está colgado en la espalda; lo cierto es que ella amarraba mi morral con sus manos, siendo parte mía pero sin tocarme; yo, de igual forma, rodeaba con mis brazos su parte que no era suya. No sé que me pasaba, no sé que la turbaba. Lo real era que nos gustábamos, que estábamos casi a punto de besarnos, que pronto romperíamos ese hielo del no saber que hacer: pero seguíamos así, sin tocarnos. Aunque éramos cada uno del otro, no nos tocábamos, ahora que lo pienso con clama veo en ese gesto que intentábamos evitar los compromisos: de cierta forma temíamos, era ese temor que nos habían dejado los amores pasados. De igual forma nuestros proyectos de vida nos evitaba intentar enamorarnos en verdad.
Hoy no me explico qué pasó entre los dos, por qué esa fugacidad en algo que pudo ser mágico, que de hecho es mágico, mágico como el día que la conocí. No sé que nos ocurre y, menos aún, que le ocurre a ella, puesto que yo después de pensarlo y analizarlo buscando todas las explicaciones y excusas para entender lo que me ocurrió, veo que no puedo negar la obvia respuesta: que por primera vez me enamoré. Ya no necesito abrazar su maleta, la necesito a ella, aunque de vez en cuando la atrape sin que me vea de su colgante morral, que ha cambiado muchas veces; de esa forma le recuerdo que yo aún todavía estoy ahí, ella siempre sonríe, pues sabe que nadie más la abraza como yo lo hago.
Ahora estoy aquí, escribiendo esto para cumplirle una promesa que le hice. Tengo mi maleta en las piernas pues en ésta quedaron sus manos, sus brazos y su alma marcados. Sólo añoro que de vez en cuando me abrace, abrace otras veces a mi maleta- eso me demuestra que aún me recuerda y sueño que también me ama-, que me regale una sonrisa desde su mirada y que me siga haciendo el amor cada vez que sus labios pronuncian mi nombre.